Paseando por los pasillos, Amalia esperaba la entrevista con el director de la empresa en la que iba a comenzar su nueva experiencia laboral. Dos despachos de dirección en un día y tan distintos. Apuraba el tiempo tocándose despacio los nudillos de su mano izquierda con el dedo índice de la mano derecha, sin otro fin que el de detenerse en cada una de las subidas y bajadas marcadas por el énfasis óseo y, de paso, le recordaba a las pendientes de la ciudad. Hace poco tiempo, leyó un artículo muy singular de una revista especializada publicado por la Universidad de California. Un individuo se pasó sesenta años crujiéndose los nudillos de la mano izquierda todos los días, pero no los de la derecha. Finalmente descubrió que la artritis invadía sus articulaciones de forma simétrica en las dos manos. Amalia sonreía mientras sus nudillos recibían el tacto suave del dedo, pensando en lo único conocido que cruje, además de ciertas partes de su cuerpo, y son los cereales del desayuno, tras verter la leche en los recipientes amarillos favoritos de su hija.
Primer día nuevo de colegio para la niña y el primer día
nuevo de trabajo entre pasillos de dirección, aunque con una diferencia
que tenía que ver con el peso de los años. No se trata de comparar la
inocencia de una niña y la madurez de una mujer, ni la actitud madura de
la niña con la actitud inocente de la mujer. Consistía en seguir
jugando, aunque esta vez no al escondite sin ojos de Rita, sino al juego
de las películas. Pensaba la madre que debía interpretar un papel a la
perfección en pocos minutos de gloria para causar buena impresión al
director de una empresa. En el recorrido con taconeo eficiente, se miró
varias veces a un espejo alto que se encontraba al lado de la
secretaría.
De labios apretados, a mirada felina insinuante, pasando por cejas
arqueadas y combinado con un movimiento de hombro hacia delante.
Finalmente, el socorrido tirón delicado de la chaqueta acompañado por la
guinda del pastel, al sacar la lengua con un guiño de ojo, esperando la
aprobación del espejo. Una barbaridad de gestos para reírse de sí misma
y dejar el miedo a un lado. El riesgo estaba servido si alguien abría
la puerta de cualquier oficina de la empresa, la pudiera pillar como un
mimo callejero y luego llamarla a su despacho. Amalia solía valerse de
este tipo de terapias rápidas cuando tenía tensión acumulada.
Alguna vez, había contado sus placenteras sesiones en el
ascensor cuando llegaba a casa cansada de los grandes almacenes.
Paso 1: Música en sus oídos.
Paso 2: Entra en el ascensor y se cierra la puerta.
Paso 3: Da al botoncillo del piso pertinente al ritmo de la música como preliminar de lo que se avecina.
Paso
4: Gira todo su cuerpo ante el espléndido espejo. Cadera arriba y
brazos estirados. Un solo minuto bailongo amenizado gracias al tarareo
que ella no puede oír por la altura de la música en sus cascos.
¿Y si algún vecino abre la puerta y ve a una señorita responsable
bailando y canturreando con demasiada energía dentro de un ascensor?
Nada. Lo mismo que estaba sucediendo en el primer día con futuro
profesional. El calor del rubor en las mejillas provocado por el sentido
del ridículo que se tiene cuando te trincan en una actitud poco
decorosa es una insignificancia en estos casos, más aún si ese ridículo
ha servido para conseguir una sonrisa ante la tensión de un día
difícil.
Se abre la puerta del director. Amalia no ve ninguna figura en el
interior pero ha oído su nombre dentro de esa habitación. Anda de
puntillas para que los tacones dieran un poco de tregua en esos pasillos
pintados de color gris oficina seria. Escucha:
―Pase sin miedo.
―Gracias, señor Lay –dijo Amalia con seguridad en la voz al leer el letrero con el nombre del director en la puerta.
―Pues
bien, ya sabe que soy Ernesto Lay. Le doy la bienvenida. Ha sido bien
recomendada y me gustaría hacerle unas preguntas después de contarle el
funcionamiento de esta empresa. Empiezo por el principio, de un tiempo a
esta parte se ha puesto de moda la innovación emprendedora y la apuesta
por lo sorprendente. La originalidad, la novedad o la exclusividad era
lo que me preocupaba a la hora de crear un negocio. Me quita el sueño
que evolucione favorablemente, puesto que solo llevamos trabajando dos
años en ello y sin parar. Es así, pensamos, porque es una acción
sencilla en la que muy poca gente se ha parado a reflexionar como
necesaria. Pues bien, señorita no sé si le habrán comentado en qué
consiste Y Griega…
―No conozco mucho… Prefiero ser sincera, señor director.
―Es
normal, no tiene que saber qué tipo de empresa es la nuestra si ha
venido con prisa a una ciudad nueva a 250 kilómetros de la suya de un
día para otro, sin apenas pensarlo. A ver, Y Griega significa unión, ¿verdad? No consiste en encontrar pareja, ni realizamos eventos casamenteros.
―¡Ah! Muy bien. ¿Entonces?
―En
esta era en la que todo está inventado, o casi todo, hace dos años se
me ocurrió una idea después de un viaje con la familia. Sin ánimo de
enrollarme demasiado, Amalia, somos un equipo grande de trabajadores
sociales, psicólogos, profesores, agentes de viajes, publicistas,
animadores socioculturales, cocineros, enfermeros y dos médicos que se
encargan de darle vida a Y Griega con el propósito de que personas mayores de 65 años con dificultades tengan una vida mejor. Y dirás… ¿Qué es Y Griega?
La empresa de la edad avanzada que quiere viajar y necesita a una
persona a su lado para que le ayude en todo momento sin que puedan ser
sus familiares o amigos. A veces, no pueden asistir a viajes organizados
porque sus piernas fallan, su corazón necesita un ritmo diferente al
del grupo. Pues eso, pensamos en cada individuo mayor y no en la mal
denominada tercera edad como colectivo.
―Vaya…
―La
empresa que, además de acordar viajes de todo tipo personalizados
cuidando el mínimo detalle y la compañía, se hace responsable de
cumplir otros deseos de estas personas.
―¿De qué tipo? –preguntó muy interesada.
―Cocinar
platos que les gusten si se encuentran sin poder salir a un restaurante
deseado. Acompañar a un señor o a una señora mayor al cine, comentar la
película y dejarlo en su casa. No son citas, es esa fusión de la Y
griega como compañía individualizada con profesionalidad de verdad, si
la familia no quiere llevarlos a residencias y no pueden ocuparse de sus
vidas como quisieran ni hacerlos depender de un grupo. De ahí, que
cubramos casi todo lo que esté en nuestras manos, incluidos los cuidados
médicos de urgencia si se diera el caso.
―Me quedo sin palabras escuchándolo, señor.
―Llevamos
dos años, como le he dicho, que nos llueven las demandas. Casi siempre
llama algún familiar de la viejecita o viejecito en cuestión y nos dice
qué necesita o qué quiere hacer. En otras ocasiones, proponemos nosotros
lo que pensamos que debería animarle y motivarle según el perfil que
nos indiquen. También hemos recibido llamadas de ellos mismos
ilusionados por los anuncios que han visto o comentarios que han hecho
conocidos suyos. Compañía individualizada y necesidades especiales o
básicas para una persona muy mayor y mucho más sabia que cualquiera de
nosotros. ¿Qué le parece?
―Pues…
Contado así, permítame que le diga que suena utópico e increíblemente
bonito. Si está resultando efectivo es porque la sociedad no se ha dado
cuenta de qué necesita la persona que pudiera tener cerca. Vivimos
empeñados en nosotros mismos. Igual nunca llegamos a querernos o
respetarnos puesto que vivimos situaciones en las que recibimos daño y
tendemos a cometer una y otra vez los mismo errores. Existen
organizaciones no gubernamentales que se hacen cargo de cosas así,
¿cierto?
―Sí,
hacen una labor tremenda pero en residencias o espacios habilitados
para que los ancianos puedan distraerse todos juntos. Pero… ¿Y si un
señor en silla de ruedas quiere ir a París y nadie de su familia puede
acompañarlo o se ha quedado solo siendo el mayor sueño de su vida?
Cuesta dinero porque somos empresarios, pero es un pago que muchos están
prefiriendo hacer para recibir una vida placentera antes de que la
muerte se les presente.
―Muy bien, creo que he entendido el cometido de la empresa y ahora me gustaría saber qué puesto ocuparía yo.
―Usted
será la que atienda el teléfono de toda persona que llame demandando la
sección de viajes. Tenemos un departamento de viajes y eventos
sociales, uno de medicina y cuidados estéticos, otro de psicología y
formación. Después hay oficinas dedicadas a la publicidad, la
administración, además de un espacio habilitado para las salas de
reuniones.
―Una empresa muy grande.
―Mañana cuando se incorpore a su puesto le llevaré a hacer una visita por todo el edificio. ¿Está contenta?
―Estoy
descolocada… No… Entiéndame, señor, no pensaba que pudiera crearse una
empresa así y dedicada de manera personalizada a ancianos. Hoy le digo
que me alegro mucho de haberme atrevido a venir y que espero no
perderme. Me ha asustado un poco la idea de que sea un equipo de tantos
profesionales. Sé que me recomendaron pero usted tiene mi currículum y
en él solo está escrito en mi experiencia laboral: cajera y
mantenimiento en unos grandes almacenes. Hasta ahora, mi vida ha estado
vinculada a alimentos que iba colocando con el orden que me encomendaban
a lo largo de distintos pasillos y cobrar en fechas en las que el
consumo se dispara.
―No se preocupe, mujer. La he escogido a usted.
―Estoy alucinada.
―Ahora
diríjase a la central que está al fondo de este pasillo y allí
encontrará a sus compañeros que le indicarán su nuevo sitio entre
nosotros. Podrá marcharse a la hora de comer…Mañana todo saldrá bien,
Amalia. Tenga un buen día –decía yéndose para cerrar la puerta de la
oficina de dirección sin darle opción a una respuesta.
Pasadas unas horas, la mujer se sentía cada vez mejor en Y Griega.
Había notado una buena acogida y mucha predisposición para explicarle
cualquier aspecto relevante. El estreno como trabajadora en la empresa
sucedería al día siguiente y ya no hacía falta jugar a interpretar un
papel porque podía ser ella misma. ¿Qué tópicos aparecen en las
películas americanas o europeas acerca de una entrevista de trabajo? Le
daba vueltas a eso. Por ejemplo, a una mujer que se pinta los labios en
el espejo retrovisor de un coche antes de entrar en las oficinas donde
la van a entrevistar. El jefe autoritario y algo dejado en su aspecto
físico, dejadez que se aprecia igualmente en su mesa de trabajo. La
recepcionista mascando chicle y leyendo cualquier revista de moda. El
hijo del jefe que quita el sentido, armando un revuelo entre las féminas
de toda la empresa. El cerebrito que te saca de más de un apuro. La
compañera o el compañero con el que tienes tanta afinidad que le invitas
a comer a tu casa cada dos por tres. Todas estas historias aparecen en
la cabeza de Amalia como pequeños cortos de cine. No sabe si se
encontrará algo así a medida que vaya pasando el tiempo. Hoy las
sensaciones están siendo buenas y ha merecido la pena la terapia previa
anti-tensión.
―Amalia, tu mesa.
―Voy a sentarme para familiarizarme con la nueva tecnología.
―Me llamo Esther y perdona que antes no me haya presentado. Estamos a tope.
―No pasa nada, es más que comprensible. Parece que llego aquí a molestar.
―Ni
mucho menos. Tienes en el primer cajón los expedientes de clientes que
han solicitado nuestros servicios una vez. En el segundo cajón
encontrarás los balances y las cartas dirigidas a clientes asiduos.
―Sí.
―Mañana
debes tramitar el envío de esas cartas, atender las llamadas y, en los
ratos libres, leer algunos expedientes porque te harás una idea sobre el
funcionamiento de la central de Y griega.
―¡Uf!
―Voy a estar a tu lado, mujer.
―Ya, es lo que me consuela.
―Perdona, llaman por teléfono –se disculpó la acelerada Esther.
Oía la voz con soltura de esta veterana vestida sin el gusto
pertinente para trabajar en un lugar como en el que estaban. Esperó a
que se encendiera la pantalla del ordenador y buscó algunos expedientes
con el fin de echarles un vistazo en esta hora de margen hasta que
pudiera recoger a Rita del colegio. La primera toma de contacto con la
empresa suponía un vaivén de estímulos y seguía resultándole asombroso
que una fuerza emprendedora hubiera hecho realidad lo que no vemos por
encima de nuestras narices. Leía las pequeñas anotaciones que versaban
en los papeles, avances de historias noveladas que supondrían un filón
para un escritor depredador de estos tiempos. Si se sacaran a la luz,
quién sabe si un bestseller llenaría las estanterías de las
mejores librerías del país. El morbo por exponer lo que pertenece a la
privacidad de la puerta cerrada de una casa vende tanto como el
distintivo de una marca de ropa cualquiera.
Un señor de ochenta y dos años que tiene una enfermedad
degenerativa y necesita visitar un clima húmedo cada cierto tiempo. Su
familia no vive en España, por lo que pide asistencia para él. Le
acompañaría uno de nuestros fisioterapeutas a una playa dos veces al
año. El
perfil de una mujer de setenta y siete obsesionada con hablar cada hora
por teléfono, incluso marcando números desconocidos. El gasto de la
factura supera su pensión y el hijo quiere buscar una alternativa para
contribuir a que abandone esta manía compulsiva.
Leídos y poco asimilados.
Dureza.
Difícil.
Daño.
Dignidad.
Amalia pensó en la soledad de encontrarse con uno mismo y resignarse
a su independencia sin quererla. Iba al cuarto de baño, medio cruzando
las piernas a cada paso, enfrentándose a estas historias de viejo
mientras el ordenador hibernaba por no haberle hecho caso desde que
había encendido la pantalla y terminó dando un traspié por el pasillo
porque el tacón se enredó con el grosor de la moqueta.
―Ya
no le puedo decir más veces a la encargada de mantenimiento que hagan
lo que sea por quitar esta mierda de acumular polvo –expresó un joven
que estaba pendiente de sus pasos.
―Ojalá nadie me hubiera visto tropezar.
―Siempre
le he dicho a las mujeres de mi familia que los tacones son como una
navaja multiusos. Armas de seducción capaz de dar altura, estilismo y
proporcionar el ruido embaucador que necesitamos. Por otra parte, cuando
os quitáis estos zapatos la imagen mejorada la rajáis, tendéis a
empezar a caminar con los pies dañados olvidándoos de la elegancia y
descorcháis la verdad de vuestra altura. De todas maneras, siempre
cortáis la respiración por culpa de este fetiche sensual.
―¡Menuda tontería!
―Siento si te has visto ofendida, es mi humor poco tolerado por la mayoría. Soy Saúl, uno de los psicólogos de por aquí.
―Amalia, la nueva telefonista. No dejas de tener ingenio con tus navajas que cortan, descorchan y rajan llamadas tacones.
―¡Bah! No te compadezcas porque no tengo solución.
―Encantada de conocerte, Saúl. El baño me espera impaciente.
―Tú
también parece que tienes coco, chica. Encantado, ya nos veremos sin
poderlo evitar por los pasillos… Es el lugar de las charlas rápidas y
donde todos tropiezan alguna vez.
―De acuerdo –dejó salir una sonrisa forzada—
Al volver del baño, miró por la ventana moviendo el ratón sin
seguir haciéndole caso a la pantalla y, entre tanta gente que
trabajaba, fijó la vista en el olor de los pinos calmados y el susurro
que le llegaba de la montaña capaz de soportar los pocos ratos de sol.
Un placer de lugar que permitiría jugar con todos los sentidos. Media
hora quedaba por matar sin otra pistola que siguiendo la lectura de
historietas de caballeros y señoras apoyados en bastones, con dentaduras
de mentira y sin la fuerza de voluntad para no llamar la atención que
les llevase a cumplir su objetivo: la compañía y el cariño.
Un viudo de sesenta y ocho años que conoció a su mujer cuando
ella tenía quince, no ha podido soportar su pérdida ni tampoco ha
querido trasladarse a casa de ninguno de sus tres hijos. Éstos, con gran
preocupación, le han pedido a Y griega que el equipo de
psicólogos lo traten con tal delicadeza que despierten en él las ganas
de seguir su tiempo presente con respaldo, porque la familia está ahí
para él. Un matrimonio cercano a los noventa años deseoso por vivir un
momento único, sin saber qué es lo que les sorprendería. Amalia seguía
el análisis de casos mayores. En el cajón donde están los expedientes
hay un disco de Barry White, la agenda del 2011 y una revista doblada en
el reportaje especial sobre los mejores restaurantes del Cantábrico.
―¿Quién estuvo aquí antes, Esther?
―Una
inglesa que vino a la ciudad para aprender el idioma y acabó casándose
con un gallego adinerado. Ya no necesitó trabajar más –expresó con
fuerza.
La madre de Rita no comentó nada al respecto ni pretendió
seguir la conversación con su compañera por miedo a pecar de ingenua. Lo
desconocido no dejaba de serlo por mucha familiaridad que le presten a
una y las palabras se enredan con dificultad si a la mínima de cambio
expresas tu opinión sin que te la pidan. Prudencia y paciencia siempre
en un monedero de cremallera era lo que le decía su abuela cuando se
daba cuenta de que la inocencia en Amalia nunca iba a desaparecer. El
primer día laboral ha terminado feliz, marcado por el pasillo de la
empresa que sirvió de preparación y de tropiezo insignificante. Pensó en
cómo encontraría a Rita en la magnitud del colegio protegido por la
sierra. Le daba miedo que la castigaran al pasillo o que no fuera tan
afortunada como su madre.
―Mamiiiiii –gritaba la niña viendo a su madre acercarse cada vez más a ella.
―Ritaaa… ¿Cómo ha ido el día? ¿Te gusta el colegio? ¿Tienes amigos? ¿Sabes la lista de libros que necesitas?
― ¡Tranquilízate, no te puedo contestar a tantas cosas seguidas!
― ¡Tranquilízate, no te puedo contestar a tantas cosas seguidas!
―Es verdad, hija. Será la ilusión que tengo porque todo salga bien.
La madre no pudo escuchar rápidamente lo que su niña le quería contar. Sonó el teléfono.
―¿Diga?
–de nuevo caía en el error de responder con la torpe muletilla propia
de los teléfonos fijos sin identificador de llamada.
―¿Hooola? Quería interesarme por tu primer día, me preguntaba qué tal ha ido de camino a mi casa.
―¡Ah!
¿Cómo estás? Nos… Me… He tenido un buen día, tenías razón cuando
dijiste que los días diferentes siempre tienen algo bueno. En mi caso,
todo ha sido positivo. Eso sí, si no te importa te llamo para contarte
más despacio al llegar a casa. Voy con Rita paseando, o mejor dicho,
subiendo la cuesta y está impaciente por explicarme su primer día
importante.
―¡Feeeenomenal! –expresó él y después cortó la voz por las ganas que tenía de consumir el cigarro.
―Te
llamo a eso de las diez y si no puedes atenderme no te preocupes.
Quédate tranquilo porque estamos bien y no sé cómo darte las gracias.
―Anda, Amalia. Un placer. Hasta luego y un beso muy fuerte.
―Bien… Gracias. Un abrazo.
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