Conocer



          Rita miró fijamente el móvil de su madre, sin tener la pretensión de cotillear el nombre que aparece en la pantalla, ni querer insinuar qué está ocurriendo con las llamadas que provocan un estado de nerviosismo incontrolado en Amalia. Una niña de siete años que no se atrevía a preguntarle, por respeto, quién era el hombre misterioso que tanto tenía que ver con su llegada a la ciudad. La mirada se le ha perdido observando un punto fijo, y la mente en blanco ha conseguido que no pueda escuchar las preguntas que le están haciendo. El color de lo que percibimos, cuando dejamos la mente en blanco, tendría que ser siempre el que nos condujera hacia pensamientos esperanzadores en verde que te quiero verde. Rita era pequeña y no podía analizar el giro que ha dado su vida. Este mundo negro, con constantes marrones, hacía que las personas cada vez se sintieran más moradas de asfixia, debido a que las pocas alternativas políticas que ofrecía el país, se teñían con un par de colores que aportan soluciones en tonos pastel. De repente, volvió en sí para responder a la voz de su madre, que oía como si estuviera al fondo de un pasillo.

 ―El día, mamá, ha ido regular. Es que es un sitio muy grande, ya lo viste. De momento, he conocido a los de mi clase y a la señorita Valle. Me cae bien, pero me ha dicho que mañana tengo que leer y resumir una cosa. Era porque no atendía… Pero es que… Me quedaba mirando a los niños nuevos como es normal, ¿no? –explicó la niña inclinando la espalda y sacando el culo hacia afuera para subir mejor la cuesta. 

 ―¡Madre mía! 

 ―¿Qué te pasa? 

 ―Cuesta la cuesta, hija…Menos mal que ya estamos llegando a casa. A ver, cariño, no conocemos a casi nadie en este sitio pero, en menos de un mes, tendrás amigos en el cole y con los que jugar a todo tipo de juegos.

 ―Amigos son Rosa y Rafa, que me conocen desde pequeña. 

 ―Hija, todavía eres pequeña y lo serás hasta dentro de muchos años. Me haces reír. Vas a conocer a mucha gente nueva. Luego consiste en elegir qué personas nos gustan más para que se queden cerca de nosotros y cuáles no. Incluso, a veces, pasa que en determinados momentos hay personas que desaparecen y no están, para volver a aparecer demostrándonos que somos imprescindibles para ellos y que nos necesitan. 

 ―Y… ¿Así es mamá con el hombre que te llama por teléfono? 

 ―Más o menos es así, sí. 

 ―Bueno, yo no te voy a preguntar –comentó la niña dándoselas de mayor. 

      Amalia fue a preparar la merienda y le dijo a su hija que se sentase cerca. Entonces, quiso explicarle la vinculación que existía entre ella y la misteriosa voz de hombre. 

 ―Víctor y yo habíamos tenido una relación muy especial, antes de que tú nacieras, y no nos hemos visto desde hace muchos años. 

 ―¿Y por qué has hablado estos días con él? 

 ―Un día me llamó para decirme que una empresa estaba buscando puestos de trabajo y que había hablado con el director, por si pudiera formar parte de la plantilla. Yo le dije que seguía en los grandes almacenes y que me daba miedo; no sabía si iba a ser válida para ellos. Víctor me convenció, gracias a alguna charla acerca de las maravillas de esta ciudad. Sabía perfectamente lo que tenía que decirme. Acabé aceptando porque me lo ha planteado como un futuro asegurado. Rita, mi contrato de trabajo anterior terminaba en diciembre. Estaba nerviosa buscando opciones para no tenernos que mover de nuestro hogar y, de pronto, apareció de nuevo alguien desaparecido como si lo hubieran sacado de la lámpara de un genio. 

 ―¡Qué buen chico, mami!... ¿La casa también nos la ha conseguido?preguntó, mientras cogía entre sus manos un tazón lleno de galletas con poca leche, que su madre había metido tres minutos en el congelador . 

 ―Eeeehh, bueno se acabó la charla y te quiero ver poniéndole fin a tu taza grande amarilla.  

         Rita cogía la cuchara, apretando todos los dedos de la mano con tal fuerza que parecía que quisiera romper el fondo, pero era con la intención de que la masa hecha de galletas cada vez tuviera más parte líquida. No lo conseguía con facilidad, por lo que se levantó de la silla y fue al cajón de los cubiertos. Una cuchara sopera, ahora sí. El ruido que hacía la trituradora particular de galletas, que se había agenciado la niña, le recordaba a cuando sus botas katiuskas pisaban las piedrecitas que se encontraban al lado de la casa de Rafa. Ahora, podría estar jugando con él y con Rosa a crear la máquina espacial que querían. No una nave, sino una máquina espacial que era, como le llamaría Rita, a un artilugio hecho de cosas de su casa para acotar la zona de juegos con sus dos amigos. La máquina de marcar el espacio. Nunca la pudieron hacer: la idea se le ocurrió antes de mudarse de sitio. 

         Los últimos trozos de galletas se habían quedado bailando en el tazón, al son del paseo de Rita por toda la casa nueva. Podía haberla dejado sobre la encimera de la cocina, aunque, por despiste, se había puesto a deambular con la taza en sus manos. Estaba descalza porque era una debilidad desnudarse lo máximo posible, a pesar de tener presente la prohibición insistente de su madre y se conformaba dándole libertad a los dedos de los pies. Subió al ático, agarrando fuerte la taza, al tiempo que abría las piernas pisando despacio las escaleras. Parecía que, en vez de un tazón, llevaba un macetero pesado por el cuento que le echaba. Allí, encontró a su madre con los ojos mojados de recuerdo. 

 ―Ya sé que ves momentos, pero no quiero que llores ahora. 

 ―¿Estás bien aquí? Ha pasado un día y no es nada para valorarlo. Me preocupa que pienses que no he contado contigo para tomar esta decisión. Lo único que quiero es que seas feliz… Es lo único, lo único… único que me importa. 

 ―Mamiiiii, ¡Qué tonta! ¡Ven! No me has contado tu trabajo, ni qué has visto en la ciudad cuando has venido a recogerme al cole. No tengo pañuelos y, aunque no te guste, lo mejor que puedes hacer es limpiarte el agua-moco con la manga. ¿Qué guarrería? ¡Todo el mundo lo hace alguna vez! 

 ―Me tengo que reír siempre contigo, hija. Eres única. 

 ―Claro, no tengo hermanos dijo la nena, haciéndose la remolona. 

       Amalia peinaba con sus dedos el pelo de Rita y la niña se acurrucaba sobre las piernas de su madre, dejando el tazón de una vez en la mesa baja que se encontraba en el ático. 

          La casa estaba amueblada con buen gusto. La madre pensaba que pocas cosas tendría que cambiar aquí, solo algún detalle que evocara lo vivido con anterioridad y todo estaría listo para envalentonarse en el nuevo pequeño mundo en el que se iban a mover. Rita se estaba durmiendo, como consecuencia de la delicadeza que empleaba acariciándole ahora los pies. A Amalia le habían enseñado en los grandes almacenes que la mejor forma de conseguir un buen descanso, después de marearse entre tanto pasillo, era masajeándose las plantas de los pies con movimientos lentos que tracen líneas sin marcar el tiempo. Aunque, antes, resultaba imprescindible meter esos pies en agua con sal, para relajar la zona del cuerpo más sufrida y que muchas veces ignoramos hasta qué punto mimarla puede determinar que nuestros hombros agotados no se nos caigan hacia delante. Empezaba tocando los dedos para estilarlos y moverlos con ligereza. A continuación, presionaba con suavidad desde el talón hasta pasar el puente y repetía la misma acción varias veces, dibujando las líneas con las yemas de los dedos de sus manos. Dejaba el puente en descanso para dedicarle un rato al tacto infalible sobre el empeine. El rostro del afortunado que reciba un masaje en los pies no puede describirse sin que las palabras se calienten. En este caso, Amalia le daba un masaje a su hija pero, a pesar de ser un pie pequeño e infantil, estaba imaginando aquellos momentos de sofá con el número cuarenta y cuatro de Víctor posado sobre su barriga viendo la película de algún sábado. Rita se despertó con un estremezón. 

 ―¡Ay! Soñaba que me caía. 

 ―Pues tranquila, pasa a menudo en los sueños. Voy a preparar la cena mientras te vas dando una ducha. Hay que acostarse temprano para que en el cole tengas fuerzas. 

 ―¡Voy! –comentó la niña, bajando las escaleras y desnudándose al mismo tiempo. 

 ―¡Rita, te desnudas en el baño! 

 ―¡Si al baño ya he llegado, madre! 

 ―Tienes salida para todo. Estoy cansada de decirte que no te desnudes así en casa. Ya eres más mayor y no está bien. 

 ―¿Pues no decías antes que todavía era pequeña? 

 ―¡Ay! ¡Rita, dúchate!. 

     Tortilla de patatas poco hecha a la perfección, mientras se oía rock por el salón. Aprovechó y marcó el teléfono de Víctor, ya que la niña tardaría en terminarse la cena. 

 ―¡Hola! 

 ―¡Bueeenas nocheees! ¿Cómo habéis pasado el resto del día? 

 ―Te oigo fatal. Ha ido bien, Rita está cenando y se irá a la cama porque ha sido el día largo. 

 ―Estoy en el coche. Salí a tomar una cerveza, pero llego a mi casa en pocos minutos. 

 ―¡Ah! Perdona, te llamo otro día. No quiero molestar si es mal momento. 

 ―Echaba de menos tus disculpas pertinentes con el no quiero molestar. Te he cogido el teléfono porque quiero hablar contigo, Amalia. 

 ―Bien… No me podía ni imaginar en qué consistía la empresa. Todavía estoy dándole vueltas a si no es una broma pesada. Y no… Y griega se dedica a las personas mayores, de tal modo que resulta insuperable por lo que me ha contado con mucho rigor el señor Lay. 

 ―Me alegro porque sabía que te gustaría. Hemos hablado de nuestra debilidad por esos sabios del tiempo que tanto nos necesitan a todos. De ellos siempre se aprende y, si encima les ayudas, la enseñanza será permanente. Encontrarás todo tipo de casos, aunque creo que defenderás este trabajo con mucha destreza. Sabes escuchar como muy pocas personas lo saben hacer y acabarás desempeñando más acciones en Y griega que limitarte a atender un teléfono. Ernesto Lay es buena persona e inteligente, sabrá conocerte, a pesar de que tenga muchos empleados. 

 ―Un momento, me está llamando la cría –dijo ella, rápidamente. 

       Dejó el móvil sobre la mesa y se fue corriendo hasta la habitación de Rita subiendo las escaleras de dos en dos. La niña se había metido en la cama bostezando tres veces en los pocos segundos que su madre estuvo con ella y se despidió deseándole buen descanso, solo quería eso. Amalia volvió a bajar y Víctor esperó fumando. 

 ―Se cae de sueño. 

 ―Es lógico... 

 ―Te agradezco que me convencieras para aceptar esta prueba de fuego. Soy valiente, pero sin el apoyo necesario mis piernas empiezan a temblar de manera descontrolada y graciosa. 

 ―Mañana tendrás otro primer día, porque cada día que pases rodeada de esta sierra lo verás como el primero. A mí me pasa... Te dejo descansar y me alegro mucho, insisto. 

 ―Muy bien, Víctor. Un abrazo mío.  ―Siempre tan cariñosa… Un beso fuerte. 

      Para qué decir que esta mujer había tenido un momento de debilidad toda la noche pensando en la voz del hombre que ya no era tan misterioso. Aunque hubieran pasado varios años de una historia que tuvo el fin que él quiso, ella no pudo superar lo inexplicable. Retenía con demasiada fidelidad su imagen, cuando sabía que, actualmente, habría pasado factura la suma de veranos e inviernos. Sacó un cuaderno caducado en el que escribía a empujones impulsivos de bolígrafo. Un juego muy tonto, pues no hacía falta hacer ningún esfuerzo para retenerlo en su mente, no había terapia válida para que desapareciese, ni siquiera sirvió el hecho de perder el contacto. En los ratos de descanso de su vida en los grandes almacenes, había aprendido a escribir con cierta precisión descriptiva, apoyada por el ansia de lectura en tiempos de insomnio. Releyó su imagen favorita sin fotografía, porque al ser una acción no se podía solucionar con el estatismo de un instante flash. Un día cualquiera, Víctor comía de la siguiente forma, observado por Amalia: 

      Apenas me ha dado tiempo a fijarme en una cosa. De hecho, creo haberla analizado con tal minuciosidad que mientras escribo simulo en mi cabeza una ralentización de la imagen. No se olvida, o no se quita de aquí. Es lo único que he conseguido ver despacio, de manera tranquila y pausada. Me he recreado en observarlo, una y otra vez, sin que él pudiera darse cuenta en las pocas ocasiones que hemos tenido para guardar momentos. 

      Quizás debido a una obsesión por percibir el gusto de un sabor cualquiera, deja su labio superior a la orden del labio inferior. El de abajo guía el ritmo lento de la boca que, por otro lado, es un movimiento vertiginoso porque ayuda a marcar las facciones de su cara. El labio inferior queda relajado, llegando a ser más grande de lo habitual. Tiene la mandíbula tensa y, desde el oído hasta la barbilla, vemos las ganas de morder la nueva sensación que lleva con cuidado a su boca. Mientras continúa ese ritmo tranquilo, deja el tenedor reposando sobre sus dedos cercanos al plato. El placer acaba cuando sus labios se unen todo lo posible, volviendo a ser iguales. El amor lleva a ver estas cosas. Acaba instalando cámaras lentas inevitables, como el placer de cualquier gusto, tacto, sonido o imagen. 

 ―¡Se acabó la dosis absurda de literatura y psicología patética! ¡Él ya no es real a mi lado!  ―dijo en voz baja, enfadada consigo misma, y apagó la luz para envolverse en sábanas de color verde oscuro. 


       El colegio abrió la puerta, cuando Rita ya estaba esperando la primera en la entrada hacia su nuevo día. El ruido antiguo la animó a correr hacia el pupitre, cruzó las piernas al sentarse y se sirvió de la mano para sujetar la barbilla. La señorita Valle la miró, e inmediatamente se sonrió porque la niña le había parecido todo un descubrimiento el día anterior. Saludó a los demás, mientras se colocaban en su sitio, y empezó la clase explicando en inglés con algunos paréntesis en español. Intentó leer un texto breve de introducción que les llevase a comprender el papel de un miembro de la familia, y acabar controlando los parentescos en anglosajón. Hizo cinco grupos de trabajo y repartió imágenes grandes por las mesas, que después se proyectarían en la pizarra digital, favoreciendo el atractivo y la motivación en el aprendizaje del vocabulario básico. Cada vez que interviniese un miembro del grupo tenía que presentarse en inglés, explicar quién era él y quiénes eran los demás con los que formaba vínculos familiares. Muy fácil para todos, muy difícil para Rita por tres motivos: ella no se defendía bien en inglés, menos aún hablando de jerarquías familiares sin tener más familia que su madre, y no conocía a sus compañeros, ni tenía la complicidad que entre ellos existía desde principio de curso. 

     Cuando le tocó el turno al grupo de Rita, la niña se quedó callada, colorada y meneando una pierna con la mano metida entera en la boca. Valle preguntó en inglés qué estaba sucediendo y Rita le pidió contestar en español para dar una razón bien explicada. La señorita dejó que lo hiciera así y la niña se expresó dando pequeños pasos tímidos con la pizarra detrás: 

 ―No conozco aquí a nadie, me da un poco de vergüenza decir que no sé cómo es un abuelo. Tampoco sé cómo es un padre, ni un hermano, ni una abuela, ni tengo tíos, ni primos… Solo vivo con mi madre y ella me ha dicho que tuve una familia como ninguna, muy especial. Me imagino que eso se dice siempre, pero yo no los he conocido ni puedo explicar nada que no sea acerca de mi madre. En inglés, no sé… En la otra ciudad no aprendíamos inglés desde los cinco años. Hemos empezado el año pasado; sí controlamos palabras, leíamos un poco… Pero yo no sé tanto como ellos. 

 ―No te preocupes, Rita. Vas a conocer a tus compañeros e incluso hasta cansarte de ellos. Y podrás contarnos en inglés muchas más cosas. 

        En el tiempo de recreo, la profesora se sentó en una silla del aula para reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir. Conocía la situación de cada alumno desde principio de curso, gracias a las asiduas reuniones y a la plataforma virtual que le facilitaba toda la información necesaria. Alguno había perdido a su padre, otros provenían de matrimonios divorciados, no obstante, ahora sentía que se había precipitado, pues no conocía a la única niña sin uniforme y solo fijó la atención en la manera de desenvolverse resuelta desde la primera de hora de clase. Así, la integró en un grupo sin reparar en otros factores determinantes y acabó cometiendo un error, producto del desconocimiento. Su cabeza se puso en marcha para buscar una actividad que motivara a Rita, que la impulsara a conocer despacio el colegio y a sus compañeros. Mientras chocaba un lápiz con goma sobre la mesa, Valle se dio cuenta de la lección de sencillez que le había dado la propia niña. Lo que está claro es que de los pequeños, en sus actos casi reflejos, se puede sacar la mejor moralidad de la que tendríamos que tomar nota los adultos, y sobre ello meditaba mirando ensimismada el golpe del lápiz repetidas veces. 

       Volvió a sonar el ruido antiguo que invitaba a todos los niños a recogerse en sus aulas y aguantar dos horas, hasta que volviese a sonar como toque de corneta de vuelta a casa. Rita había conocido más a sus compañeros; en el recreo se habían puesto a pasar un balón en corro con dosis de brutalidad y pudo retener diez o doce nombres. Sin duda, desde el día anterior, una niña llamada Marga acaparó su atención. Con ella fue al servicio, que es donde las niñas muchas veces se cuentan sus intimidades, para decirle lo contenta que estaba en la nueva casa, describiéndola, además de invitarla a merendar cualquier día que ella quisiese y así enseñársela. Las horas de Ciencias de la Naturaleza y Dibujo pasaron entretenidas gracias a los experimentos que hicieron con semillas y a la posterior dedicación a pintar animales. ¡Qué difícil resulta para algunos darle vida en papel a un caballo, a una vaca y que no acaben confundiéndose! ¿Cómo es posible que un conejo y un gato solo se diferencien por el color en algunos casos? No es nada fácil dibujar animales, es lo que pensaban los alumnos de la clase siete. Rita eligió llenar el folio de peces de colores, tantos que daba la impresión de ser una fiesta con confeti, y hacía círculos cerca de los peces para que viera la señorita que estaban respirando en el agua. A la salida, Valle le pidió a la nueva que acudiera a su mesa:  

 ―Me gustaría hablar con tu madre esta semana, si puedes le das esta carta cuando llegues a casa, ¿de acuerdo, Rita? 

 ―Sí, claro... ¿He hecho algo malo? Le prometo que soy estudiosa. Voy a saber inglés, no hablaré demasiado con mis compañeros y no la interrumpiré. Tiene razón, he conocido a Marga y a más niños del cole. 

 ―Muy bien, conocer implica un esfuerzo y resulta una tarea muy difícil. Tienes que poner de tu parte, pero eres una niña alegre y ya verás como en tu próximo cumpleaños estás rodeada de nuevos amigos. 

 ―¡Uy! Para mi cumpleaños quedan muchos meses, me dará tiempo a pasear por la sierra, que dice mi madre que aquí vamos a vivir todos los días como si fueran nuevos. Gracias señorita, me tengo que ir. Seguro que me está esperando en el pasillo de la entrada, y a ver si se va a asustar porque no me ve. 

       La niña comenzó a correr por el pasillo donde estaba su clase y bajó las escaleras con prisa; torció a la derecha y siguió corriendo por otro pasillo que dejaba a un lado la biblioteca; torció a la izquierda y continuó frenando la carrera, por el único motivo de apoyar su pie en un banco y así atarse los cordones de los zapatos. De nuevo, pista libre en el pasillo de las oficinas de administración del colegio y, apurando la velocidad, siguió corriendo hasta la luz de la puerta que cada vez resultaba más próxima. Amalia no había llegado todavía, a pesar de haber quemado tanta energía entre pasillos por no hacerla esperar demasiado. Entonces, Rita anduvo jadeando hasta que acabó sentada en el banco de piedra que rodeaba toda la pequeña plaza del colegio. Observó el cielo de octubre nublado, impaciente por la llegada de su madre, hasta que se calmó contando los pinos que tenía la ladera de una de las altas montañas. 



 ―Hija, siento llegar tarde. He tenido una reunión a última hora y no me atreví a decir que te tenía que recoger. 

 ―No pasa nada, he estado contando pinos y se me ha hecho muy corto el rato. 

 ―Bueno, vamos a casa. Merendando me cuentas tu día y luego yo te cuento el mío. 

 ―Yo te lo voy explicando ya, que si no luego se me olvidan las cosas. Mami, hemos plantado para que nazcan arbolitos en el jardín de clase, aunque ahora estarán en pequeños botes hasta que crezca algo parecido. Luego, he estado dibujando peces porque la señorita nos pidió animales y a mí se me dan bien los bichos del mar. En inglés, mal… No sé hablarlo como ellos, porque empezaron desde más pequeños. Encima, teníamos que hacer un juego para explicar los miembros de una familia… 

 ―¿Y qué pasó? 

 ―Yo expliqué en español que no sabía qué era nada, solo sabía qué era una madre. La señorita Valle quiere hablar contigo dándole la carta con fuerza pero no me he portado mal, solo es para hablar de mis cosas. 

 ―¡Oh! Claro, intentaré llamar mañana al colegio e ir a visitar a tu maestra cuando ella me diga. ¿Quién sube más rápido la cuesta hoy? retó Amalia a la niña para reírse con ella. 

 ―Pues yo, porque he estado entrenando mi velocidad por los pasillos del colegio. 

       Entraron hasta el ático casi sin aire, muertas de la risa. Se sentaron de golpe mientras las carcajadas no paraban, de tal manera que a la niña le empezó a doler la tripa y se solucionó encogiendo las piernas que amortiguaron el dolor de felicidad pasajera y exultante. Después de la merienda inventada, la misma del día anterior, Amalia le contó a su hija lo bien que estaba en la empresa, entrando en detalles sobre anécdotas y alguna metedura de pata normal en el primer día laboral, donde la situación se hace desconcertante. 

     Al día siguiente, llegó al trabajo más temprano para pedir el favor al señor Lay de salir antes. No hubo ninguna objeción, estaría a tiempo para entrevistarse con la señorita Valle. Una compañera le llevó un café de máquina a su mesa, consiguió que se enfriara atendiendo el teléfono. 

 ―Y griega, le atiende Amalia. 

 ―¡Buenos días, hija! Me llamo Arturo y todavía me acuerdo de mi nombre, pero en determinadas ocasiones se me olvidan los recuerdos, así como el presente. Es una sensación muy extraña, ¿me entiende?... 

 ―Sí, me imagino, señor, que tiene que ser muy complicado. Yo le aconsejaría que, si le gusta a usted escribir, tenga en varios sitios de su casa una libreta y anote un listado de las cosas que se le vayan ocurriendo. No se le olvidarán, ¿verdad?. 

 ―¿Y si se me olvida escribir? 

 ―Entonces, iría alguien de Y griega que escribiría en determinados momentos por usted. ¿Qué desea? 

 ―Señorita, pues verá… Mi hijo se fue a trabajar a Singapur, desde entonces vivo solo. Me da miedo que se me olvide mi hijo, igual estoy un poco obsesionado con estas cosas pero cuando uno es tan mayor se convierte en pesado.

 ―No es usted pesado, señor Arturo. ¿Lo que quiere es ir a ver a su hijo y que alguien de Y griega le acompañe? 

 ―Quiero, sí… 

 ―Ahora mismo le pongo en contacto con Adrián, que será su acompañante y concretan el viaje. 

 --¿Y no podría ser usted la que viniera conmigo? Por la voz y la forma de tratarme me ha parecido buena persona ―dijo la ternura característica del paso de los años. 

 ―Eso no va a poder ser, porque mi cometido en esta empresa es coger el teléfono a los clientes que llamen.  

 ―Pues le deseo un buen día, señorita Amalia. 

―Muy amable, espero que consiga lo que desea gracias a Y griega y tenga usted un buen día.


   Había estado toda la mañana hasta alcanzar el número de diecisiete llamadas sobre diferentes casos. Era verdad que la empresa tenía éxito. Ahora, con esta motivación, la mujer podía empezar a olvidar los grandes almacenes, aunque en este edificio hubiera algunos pasillos más. Puso la chaqueta doblada sobre el bolso, se calzó los tacones, que no se notaba que se había quitado debajo de la mesa, y, levantando la mano, se despidió de los compañeros. Tocó la puerta de la clase siete y vio a la niña dentro del aula con su maestra. La mandaron al pasillo de la biblioteca con un libro sobre deportes que tenía bastantes ilustraciones. Ellas hablaron sin cesar, repitiendo siempre las mismas cosas hasta que Amalia le hizo ver a Valle las curiosas complicaciones de su hija. 

 ―Rita ha sido una niña deseada para mí. Desde hace años no tengo pareja y, una vez deshechos tantos planes que tenía con él, decidí seguir adelante con los míos. Como no puedo estar con otra persona y vi que empezaba a ser mayor, la niña fue fecundada in vitro en una clínica bastante recomendada, gracias a la herencia que me dejaron mis padres. Todo fue muy bien, e incluso trabajé hasta el último día, pues di a luz en el pasillo de unos grandes almacenes. Mi padre murió sin saber quién es Rita, ni quién he sido yo desde que tenía veinte. Mi madre también murió a mis siete años, estaba enferma desde que conoció a mi padre y, gracias a él, logró valorar la vida hasta su fin. No pude tener hermanos, por lo que Rita no tiene tíos. De todas formas, me he empeñado en adquirir un equilibrio en esta ciudad para poder darle un hermano a mi hija. Nunca he estado sola: tengo una familia de amistades que me apoya cuando lo necesito, y el recuerdo de mis padres es tan desmesurado que a Rita la tengo aburrida de tanto hablarle de ellos, pues quiero que mi hija recuerde a sus abuelos y no los olvide sin haberlos conocido nunca. 

 ―Me dejas… Impactada… No sé qué decir… Es una historia valiente, bonita. 

 ―No se preocupe, Rita sabe todo sobre su vida y lo trata con naturalidad puesto que no es ninguna tragedia, al revés. Ella se comporta como una buena niña, me asombra muy a menudo con su madurez. Conocerá a los niños haciéndose a ellos, mediante juegos e inventos, que siempre tiene en mente, y acabará agrupando a todo un equipo de participantes ―señaló Amalia hacia la ventana, porque vio que su hija no la obedeció y se largó a la plaza

 ―Me ha gustado mucho hablar contigo, Amalia. Le iré informando sobre todas las cosas que sean importantes para la niña, y enhorabuena por su trabajo en Y griega, la gente de aquí habla maravillas de ellos.

 ―Muchas gracias. Si no le importa me voy a marchar, que no me fío ni un pelo de mi hija y no quiero que esté sola en la plaza sin conocer mucho la ciudad. 

 ―El conocimiento… ―expresó Valle cogiendo su bolso y doblando la chaqueta de la misma manera que lo había hecho Amalia a su salida del trabajo.

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