Aprender



          Se dejaron llevar unos meses, parecía que hubieran sido años por la manera fabulosa de adaptarse al entorno. La pesadez del tiempo transcurrido en la estación de otoño, y luego de invierno, no supuso un obstáculo anímico para ninguna de las dos, puesto que la novedad siempre las atrapa en una ciudad que todavía seguía teniendo un halo misterioso. Rita veía la inclinación vertiginosa de las calles como retos pendientes por salvar, que cuesta un esfuerzo si has aprendido el camino a casa paseando con zapatos de suela dura, causantes de las malditas e inevitables rozaduras del formalismo obligatorio de un uniforme. Exploró las calles contiguas; explotó el paralelismo y llegó a la conclusión de que no iba a poder caminar por una planicie seca o sin que tuviera que arquear el cuerpo cada vez que daba tres pasos. El cielo no tiene pájaros momentáneos, tampoco nubes esporádicas, más bien reina el azul que deja transparentar las ganas del sol por permanecer más horas cercano. 

            En este espacio de tiempo, se subía al trineo deseado que guiaba las rutas del deslice, gracias a cada copo de nieve que se iba amontonando cerca de su casa y por toda la ciudad. La velocidad le hace escaparse de este mundo por un instante, lo que dura el grito entrecortado que va emitiendo al bajar después de elegir la pista más atractiva. Se le veía parte de la nariz enrojecida, el resto de su cuerpo estaba envuelto en lanas hasta que llegaba a casa y, delante de la chimenea, se iba despojando de prendas; en cambio su nariz permanecía roja como consecuencia del calor del fuego. La desnudez, la velocidad, los juegos inventados, el intento por aprender a soplar y su nueva amiga Marga fue la actualidad de esta niña, a la que su madre no dejó de inculcarle que la desnudez del alma es gratificante y te hace auténtico, que las cosas que se miman despacio van mejor o que la invención debe aplicarla al desarrollo de otras facetas que Rita no se percató de que podían aparecer. 

           Un domingo de calabobos y flores emergentes, fueron a hacer las fotografías del mes de abril. Amalia tenía obsesión por conservar en cajas de lata reportajes fotográficos anuales. Latas de conserva para imágenes curiosas, otras divertidas y la gran mayoría melancólicas. Elaboraba etiquetas e incluía flores, entradas de cine o conciertos, dibujos de la niña y trozos de tela. Pequeños baúles de recuerdos, que respiraban un aire vintage, servían de motivo decorativo por toda la casa. Ella no quiso caer en la moda de compartir retales de su vida en Internet, menos aún exhibir a Rita a los ojos del público mundial. Bastante trabajo le costaba aceptar su labor de leer tantos expedientes de personas mayores anónimas que entraban en detalles emocionantes, la gran mayoría de las veces. De todos ellos, veía sus fotografías y captaba instantes que se llevaba a casa sin poder evitarlo, igual por eso Y griega significaba vinculación extrema o un enlace permanente. 

     La niña tendía a imitar a su madre y, mientras sujetaba el paraguas con equilibrismos entre roca y roca por la sierra, quería hacer sus fotos con un alarde artístico adulto. No era capaz. Desenfocaba, plantaba el dedo en el objetivo y, por supuesto, no cuadraba la focalización ni tenía en cuenta la luz. Amalia le permitía esta simulación de una fotógrafa adulta para que se divirtiera a ratos, así no le resultaría pesada la caminata por la sierra entre parones, ni tampoco se acordaría mucho de la hora de cenar. 

       El riachuelo adornado a los lados con musgo resbaladizo traicionó a Rita, haciéndola caer con el paraguas que se quedó clavado, al ser lanzado del susto, como una pértiga. Menos mal que la cámara estaba guardada en el bolso de la madre, puesto que ya se disponían a ir bajando de la sierra tan despacio como la caída del sol. Todo cae. Los amagos de pucheros se vencieron cuando Rita cogió algunos abuelos.


 Mira, mamá, no hace falta soplar porque el viento los deshace.

 ¡Inténtalo con el abuelito que está entero! 

 ¡Fuu! la niña no sabe y esparce babas en vez de aire

 No hay prisa, tonta. Algún día, sin que te des cuenta, sabrás soplar. 

 Eres tú la que me ha dicho que lo intente. Y yo no dejo de hacerlo. 

      Verduras al horno, crêpes rellenos y helados con trozos. El único extra que hubo en el menú por la visita de Marga fue el helado. Amalia quiso, desde que Rita era muy pequeña, acostumbrarla a comer sano y sin demasiados caprichos que dispararan los índices de insalubridad. A todos los de su edad les llamaba la atención un bollo dulce con chocolate, la pizza y una hamburguesa con patatas sin que se viera el color del fondo del plato. La niña tomaba estas cosas que nunca pasarán de moda y que su madre seguía comiendo de buen grado, sin embargo, apreciaba la buena cocina y aprendía la importancia de la educación en una mesa. El problema lo ha suscitado la amiga, que despreció las verduras apartándolas y agarró los crêpes con las manos pringadas de queso, hasta que, sin pedir permiso, se servía más y Rita acabó reprendiendo su actitud y dejó claro que es un calco de la madre. 

Te voy a tener que enseñar los modales en una mesa, jovencita. 

 ¿Qué dices? 

 Desde que jugaba a las cocinitas, mi madre me decía que asara el pescado de plástico e hiciera una ensalada con los tomates de juguete. Tienes que comer mejor… Y al sentarte en la mesa, fíjate en las muñecas porque ellas nunca dejan de estar rectas. 

 Pero puedo comer pizza con las manos, ¿no? 

Sí, claro. Y crêpes o gambas. No es un problema. 

 Tengo que aprender a apoyarme con la cuchara para enrollar los espaguetis y nunca sé el orden de los cubiertos al lado del plato. 

 Te enseño mientras tú me hablas en inglés, sabes muy bien... Mi madre tiene razón cuando dice que de todas las personas se aprende algo, aunque a veces sea malo. 

      Se hacía tarde, no apetecía ver ninguna película. Rita estaba cansada del día fotográfico, empezó a tener sueño y quería estar tumbada en la cama sin jugar con esfuerzo, mientras Marga trotaba enérgica pidiéndole a su amiga más participación antes de dormir. No podía ponerse a inventar ahora, por lo que le propuso el juego de la palabra más larga. Desde las diez de la noche hasta las doce menos cuarto, que se quedaron completamente dormidas, las niñas reían pronunciando palabras a voces para que la vencedora, al día siguiente en el desayuno, fuera distinguida con la capa de heroína. Amalia les dejó formar aquel escándalo en el ático, de la misma manera les daría un trozo grande de sábana vieja que laurease a la vencedora. Marga dijo electrodomésticos y Rita cinematográfico con las siete sílabas que provocó un empate, se dieron la vuelta en la cama y quedaron rendidas del esfuerzo mental. 

      Amalia estuvo parte de la noche sin descansar cosiendo las capas para las niñas, sentada en una mecedora que había sido de su abuela. Tenía cerca el móvil, no dejó de mirar la pantalla por si aparecía el nombre de Víctor en intermitencia. Ilusiones tatuadas que no son tapadas haciendo otro dibujo ni desaparecen con un láser cuando alguien se arrepiente del error en su piel. Lo único que aprendió a decir es Ya te quiero yo por ti. Víctor no es un capítulo de un libro ni una página para pasarla. Ella se mueve haciendo fuerza con los brazos de madera. Suspira y se pincha con la aguja, pensando en que ojalá fuera el huso de una rueca mal encantada que le dejara dormida hasta que su hija la despertase con un beso. El fuego tenue de la chimenea ilumina el lado bueno del cuerpo de esta mujer, a la vez que crea sombras calientes, cierra su estado de ánimo con la confianza de un amanecer distinto y sopesa el valor que tendrá para su hija la capa que lucirá junto a la amiga. Marga y Rita arrastran la suerte todavía del disfrute de unos años sin procesos hormonales, que les conduzca al juego eterno me quiere, no me quiere con pétalos de un hombre. La mecedora se queda sola hasta que consigue dejar de moverse.

No, he dicho que no.

Tenemos que llevar la capa al colegio. La guardamos en la cartera hasta la hora del recreo y se la enseñamos a los niños.

¡Rita, obedece! 

Mamá, te has levantado de mal humor. Ayúdame a convencerla, Marga.

No, y punto impuso la madre 

¿Para eso has estado toda la noche? He notado que no has dormido casi nada. Si me dices que aprenda a aceptar cuando pierdo, ahora estoy feliz con la capa que has hecho para nosotras porque hemos empatado jugando a la palabra más larga. 

Se hace tarde y no habéis terminado de desayunar. No quiero que lleguéis al colegio aceleradas. 

Has roto toda la diversión de anoche. 

¡Vamos niñas! Otro día que venga Marga jugáis con las capas a lo que queráis. ¡Os espero en la puerta! 

           Fue paradójico que llegara tarde al trabajo por culpa de una discusión de niños, y que el motivo no fuera otro que el de llevar unas capas al colegio. El símbolo de la rapidez o que otorga el poder de volar a un héroe, debería haberle servido a la madre y así no tener que justificar la impuntualidad. Había una carta en la mesa del departamento de psicología que la recomendaba para implicarse en un proyecto y leyó la lista interminable de objetivos, masacrándose la comisura del labio, que detuvo al sonar la primera llamada de teléfono del día. Ana es la hija de un cliente que falleció aquella noche y se ponía en contacto con Y griega porque ya no hacía falta el servicio de la empresa, no hay cláusulas de incumplimiento de contrato. La muerte repentina nunca aparece en la mente de un familiar. A diferencia de las inmobiliarias que plantean tratos de cuarenta años de hipoteca a sus clientes, aquí no tienen cabida los planes a largo plazo. Ha de pensarse en hacer lo más delicado posible un presente y, en este caso, Ana llamó el día anterior para idear una ayuda aunque cambió su vida y se fue la de su padre. Consternada, Amalia sabía que, después de darle el pésame a un desconocido, no podía cometer vicios telefónicos que le condujeran a ofrecerse en lo sucesivo. El titubeo de la inexperiencia se cortó, a causa de una voz en off que le susurraba en mayúsculas la palabra más corta: fe. Cree en ti, en la posibilidad de tus propios recursos y aprende de los errores. Lo que estaba es realmente aprendiendo a sobrevivir, aun no dándose cuenta de que era una faena comprometida que iba a desempeñar con poderes para normales; gente que vive de pie, sentada y tumbada. 

 —Esther, que don Ángel se ha muerto esta madrugada y su hija llamó para que lo tacháramos de la agenda.

 Suena frívolo. 

Mucho… ¿Comercializamos con personas mayores? 

No es así, Amalia. Le ayudamos a tener una vida mejor al que se lo proponga y nos llame. 

Ha pasado un tiempo…Sigo viendo esta empresa un enredo y cuando llego a casa recuerdo mi cansancio, compruebo que funciona. Ante llamadas así, el tacto deja de ser un sentido, deja de tener sentido. ¡Una pena! 

 Seguro que en casa consumes estas historias y no las dejas en el primer cajón. 

 La verdad es que es imposible. El carisma de una persona mayor… 

¡Anda, mujer! Vete a la reunión del departamento de psicología y no seas tan tierna. 

    Rita se ha vuelto a caer en el pasillo. El riachuelo que salvó el domingo con su paraguas tuvo el aliciente de mojarle el pantalón, calarle las bragas y llenarle de barro los calcetines. Esta caída hizo sonar el cuerpo de forma brusca contra el suelo, tanto es así que la puerta de una de las clases se abrió al escuchar el ruido nuevo y una maestra gritó alarmada al verla tirada con manchas de sangre en silencio. Jaleo inmediato con niños que se acercan para conocer qué había pasado y el apoyo exagerado de un ejército de docentes. Estuvo en silencio, pues se había asustado cuando chupó la sangre en su recorrido de la frente a la boca, e interrumpió el momento inmóvil con un esfuerzo por incorporar la cabeza y flexionar los codos. Miró a la derecha donde los chicos estaban arrimados a la pared del estrecho corredor y se percató de que la había liado, teniendo presente que no se podía dar marcha atrás a sus actos. Rubén, Miguel y Eva se enfrentaron a Rita porque les molestaba que se inventara reglas para jugar a cualquier cosa, no sirvió el apoyo de Marga ni de otros a los que les gustaban las ideas divertidas. Intransigentes con unas normas absurdas, que la nueva se había sacado de la manga porque sí, empujaron a Rita y acabó golpeándose contra un banco inservible del pasillo. Muy pocos que han pasado por este colegio se han sentado aquí, solamente los alumnos suben y saltan sobre él, las profesoras se paran a colocar papeles desordenados, del mismo modo que alguna limpiadora ha dejado el cubo de amoniaco cuando ningún niño estaba en el centro y el silencio aireaba los espíritus de reyes enterrados bajando unas escaleras y atravesando otro pasillo. ¿Quién puede imponer reglas en los juegos infantiles? El rey del colegio ya no se reúne con sus secuaces, ni es capaz de elaborar estrategias sobre normas que tienen que cumplirse por mandato real. Este edificio ha sido invadido por niños ansiosos de libertad inconsciente, provocadores de la transgresión a toda norma u obediencia en el momento en que les viniera en gana. El gobernador es el director, que toma partido en las decisiones sobre el buen hacer, cuando los códigos de conducta se pervierten. La corona de los tiempos pasados ha quedado bordada en los uniformes, ya no existen penas y el equipo educativo no se ha contagiado de las maniobras de actuación del s. XVI. Rita puede alterar el procedimiento y el fin de un juego cuando quiera, si el grupo está de acuerdo, pues las reglas se transmiten oralmente. A pesar de que se les ha considerado menores, por muy sencillos que sean estos juegos, suponen un grado de abstracción que no tiene nada de trivial. Si en vez de usar las palmas de las manos en el pito, pito, colorito Rita quiso que se tocaran las frentes no pasa nada; si piedra, papel o tijera lo adultera porque no le gusta uno de los elementos y lo cambia por uno más novedoso, tampoco es un crimen… ¿Y si en vez de veo, veo es oigo, oigo? Hay que aprender a respetar las opiniones, no las imposiciones, porque conseguimos un caleidoscopio a cuarenta y cinco grados si escuchamos asimilando los cambios que nos proponen en nuestra mente. Estos niños no apostaron por la novedad, se convirtieron en guerreros imperialistas y le hicieron daño a Rita que seguía tirada en el suelo. En brazos del secretario del colegio, se la llevaron en coche hacia la clínica más cercana después de haberla levantado con calma. 

 Te has dado un buen golpe, dijo el médico de urgencia llamando al enfermero para que le curase la brecha de la cabeza. 

 Me duele. 

No pasa nada, porque ahora mismo te van a sanar la herida y te voy a regalar estos caramelos por haber sido tan valiente. 

Valiente, sí. Quería que ellos me escucharan para que se unieran a nosotros. Jugamos a juegos diferentes y, a veces, hacemos lo normal. 

 ¿Cuál es tu nombre? Dímelo con fuerza y no pongas esa voz debilucha. 

¡Rita! 

     En ese instante, el enfermero escuchó el nombre de la pequeña cruzando el pasillo de pediatría y apareció por la puerta como si la conociera, mientras se sacaba el móvil del bolsillo

A ver, Rita… ¿Puedes acompañarme andando hasta el final del pasillo o te cojo en brazos? 

 ¿Cómo sabe mi nombre? 

Lo acabo de escuchar con fuerza cuando venía a curarte. 

Pues…Voy andando, pero me agarra de la mano porque todavía me sale sangre. ¿Lo ve?dijo tocándose a la altura del ojo. 

 Claro, en un ratito no tienes más que una herida. Te la voy a coser con el cuidado de no hacerte daño. Sé que eres fuerte…

 ¿Cómo va a saberlo si no me conoce? 

     Llegaron a una sala completamente blanca, ataviada de material de auxilio dispuesto en un orden riguroso y diferenciado. El enfermero cogió un par de objetos no identificados por la niña desde la camilla y se lavó las manos. Ayudó a que se tumbara, encendió un foco y se puso los guantes tan pegados a la mano que poco tenían que ver con los que Rita le había visto a la pescadera de la otra ciudad. La entretenía, mientras pasaba el hilo por su frente, preguntándole con cierta intencionalidad secreta. 

 Entonces, ¿te gusta el colegio? 

Sí, mucho. Vivía un rey y ahora está enterrado con más gente gorda debajo de nuestras clases. 

Te has manchado bastante el uniforme, le tendremos que explicar a tu madre lo que ha pasado, ¿no? 

Me dijo el secretario que la llamaría al trabajo. Mi madre ayuda a personas muy mayores en todo lo que deseen. 

 ¡Anda! ¡Qué bien! el joven terminó la faena, sonriendo con ganas. 

 La niña, a pesar de estar impactada por lo sucedido, analizó a este hombre sin disimulo, llegó a sus propias conclusiones y soltó sin cautela: 

Eres Víctor, el amigo de mi madre. Tienes una voz muy bonita.

      El joven se quedó perplejo ante la resolución y los modales de la pequeña, creyó que debía medir las palabras por miedo a cometer algún error más, así pues afirmó con un gesto cándido incapaz de reproducir de nuevo si se empeñase en repetirlo. Hay veces que los gestos solo se transmiten una sola vez. Éste es el caso y a Rita no se le olvidará. El día que Víctor conoció a Amalia comentó lo mismo acerca de su voz, ahora lo expresa su hija en otra situación temporal. El blanco de la sala incomodó a los dos cómplices y volvieron a recorrer el pasillo, aunque por la cabeza de él dominaba la posible fortuna de poder ver a la madre. Las mejores casualidades son las que provocan un encuentro ante lo que no conocemos, Rita y Víctor no pudieron imaginar que se iban a encontrar así, y, en su día, Amalia nunca pensó que en un restaurante alguien de la mesa de al lado, que le vertió vino sin querer, iba a estar en su vida para siempre aunque realmente no esté. El enfermero y la niña formarían un equipo en el juego del silencio por una temporada, una promesa sin sangre, ya había sido suficiente la bonita marca que le arregló Víctor en su frente para siempre. 

¿Qué dice? ¿Mi hija? ¿Por qué no me ha llamado antes? colgó Amalia— 

      En el descanso de la reunión había recibido la noticia del golpe que hizo caer a Rita en el pasillo y, nerviosa, dijo que quería irse de allí, aunque se pudiera interpretar por los responsables del departamento de psicología como una falta de interés e implicación. Se le olvidó coger la chaqueta, dejándola perdida en el baño de la segunda planta, atravesó la explanada de entrada con dificultades de orientación y se presentó en la puerta del colegio. La biblioteca estaba vacía cuando Amalia se encontró con su hija, Rita cerró el cuento que leía con fuerza y, salió cuanto antes de un sitio en donde no se puede hablar con las ganas que tenía de contarle todo lo que había ocurrido. 

He llegado lo más rápido que pude, cariño. 

Estoy bien, me han dado tres puntos en la frente y no se quedará mucha señal. ¿Puedo comprar chucherías, mami? El médico me dio caramelos y le he dado uno a Marga, otro a Iván y yo me comí el último. Ahora me apetece algo más. ¿Puedo?

 Te lo mereces. ¿Prefieres que vayamos a merendar a tu sitio favorito? 

 ¿En serio? Podré pedir una palmera de hojaldre muy grande...comentó la niña asegurándolo— 

—Y con un chocolate caliente. Vamos a celebrar que eres generosa porque les has dado caramelos después de golpearte con un estúpido banco. Me gusta mucho que aprendas esos gestos, Rita. Eso sí, prefiero que olvides la intención de jugar a tus juegos si los demás no quieren… Ya lo hablamos merendando con tranquilidad, enana. 

       El momento dulce camufló lo amargo del golpe y suavizó el susto de la madre. Supo que la niña tenía que ir a quitarse los puntos estratégicos de su frente dentro de una semana e intentaría acompañarla, aunque a Rita no se le ocurriera ahora una excusa, trataría de evitar que pisara la clínica y se encontrara con Víctor. Las promesas de silencio, los secretos que no se pueden ocultar mucho tiempo, la comprometían a desempeñar actitudes infantiles, y no estaba de acuerdo con que se oculte la verdad de haber conocido, por accidente, al hombre causante de un cambio tan positivo. 

    Al día siguiente, Amalia tuvo que disculparse ante los psicólogos y el señor Lay por salir despavorida del trabajo. No le dieron tanta importancia, lo que sí le advirtió el director es que tendría nuevamente otra reunión más breve y ella acató la orden. Le hicieron ver que comenzaría a visitar a los ancianos de la ciudad para realizar encuestas sobre la calidad de vida que tienen. La mujer no vio dificultad en la tarea y la aceptó, estrechándole la mano a aquel psicólogo que comparaba los tacones con navajas multiusos. Saúl entendía que el carácter que fue conociendo de Amalia era el idóneo; la paciencia en sus actitudes y al realizar actividades le condujo a elegirla, al mismo tiempo, pensó que a ella le animaría este progreso en la empresa y que aprendería del trato físico, no solo del telefónico. Ella atendió cuatro llamadas pendientes y se dispuso a escoger la primera dirección postal, después de meter en el bolso cosas innecesarias. En una calle amplia estaba la casa de la señora Violeta Revuelta, le saludó un jardín de entrada plagado de hortensias y una mesa de madera amparada por siete sillas diferentes; llamó al timbre y vio acercarse a una vieja aturdida y raquítica sometida al maquillaje exagerado. Le sirvió un té medio vertido, por culpa del Parkinson, al mismo tiempo que Amalia observaba detalles estridentes de decoración. 

 Tú dirás, hija… 

Estamos realizando una encuesta sobre la vida de personas mayores de 65 años. Usted va a ser mi primera experiencia y cuando esté preparada me gustaría hacerle algunas preguntas. 

 ¡Uy! ¡Qué descaro! Mi espíritu es tan joven que hace años que tiré el carnet de identidad. Siento la juventud en un cuerpo viejo, y me miro al espejo para comprobar que esa sensación se nota físicamente. Tengo que decirte que no quiero hacer una encuesta para mayores. ¿No ve mi mente tan joven? ¡Uso una talla de veinteañera! 

 Violeta es usted una monada y mi intención no es ofenderla. Es muy lícito que no quiera someterse a encuestas, por lo que mi labor ha finalizado. 

 No te vayas. ¿Cuál era tu nombre? 

Amalia. 

Quédate un ratito y te cuento cosas interesantes que pueden servirte. No respondo a entrevistas, pero sí me apetece contar mi historia. 

     Amalia no supo cortar las ganas de esta señora tan vieja y tan joven de charlar; notó una soledad insoportable, disimulada con artilugios inútiles que de nada sirven a la hora de recibir compañía. Se frotaba las manos o las escondía en el cojín del sofá, no quería que la chica de la empresa retuviera la imagen de su muñeca parecida a un muelle. Por ese motivo, dejó que el té se enfriase reposado en la mesa y descansado de cualquier movimiento insistente de sus extremidades superiores. En una hora, le pudo contar sus romances por carta y la filosofía de una solterona confesa. Amalia miró el reloj, en varias ocasiones, preguntándose la manera de zanjar esta primera entrevista. La mujer no quiso hablar del presente, se refugiaba en las décadas de sus veinte hasta los cuarenta años. Evocaba un pasado del que su memoria no perdió detalles, tampoco paraba la conversación ante una desconocida que había acudido a su casa con otro fin. 

 Perdone, Violeta, me tengo que marchar. 

¿Le estoy aburriendo? Pensé que tenía una vida interesante. 

Claro que sí, señora. El problema es que debería volver a mi trabajo, pues vine a esta casa con el cometido de comprobar su calidad de vida. Ya he visto que se aferra a una juventud que nunca hay que perderla y es una actitud positiva… Me va a disculpar. 

 Otro día que quieras, vuelves. 

 Es usted entrañable. ¡Hasta pronto! 

     La señora se paró unos minutos en el jardín de hortensias y dejó al descubierto el tintineo de sus manos; no supo asimilar que Amalia se despedía y se le escaparon lágrimas metidas, durante años, en la hucha de contención. Era consciente de que iba a ser la última vez que vería a una chica joven en su hogar y se resignaría a recordar este momento que le haría olvidar la amargura de estar cerca de la muerte sin nadie a su lado. Disimular estados de ánimo no te hace más fuerte; la vulnerabilidad no se escapa en el agujero de un cazamariposas. 

      Después de este encuentro, Amalia volvió a la central cabizbaja. No sabía cómo explicar lo que había sucedido. Recorrió el pasillo hacia el baño, pues su intención era retocarse, y se topó con Saúl que se dirigía con rapidez a la mesa de un compañero. 

— Dame cinco minutos y estoy contigo. 

¡Ah! De acuerdo. 

  Ahora lo único que podía hacer es admitir que no resultó bien el trabajo que le encomendaron, pedir una nueva experiencia y analizar otras situaciones complicadas que pudiera encontrarse. En el baño empezó a sonar su teléfono, era Víctor. 

 ¿Dime? 

 —Se dice buenas tardes, primero. Amalia, ¿cómo estás? 

 —Bien. Llevo unos días un poco más difíciles que el resto, pero estamos contentas. 

 —¿Y eso? ¿Ha pasado algo?

 A la niña la empujaron en el colegio, se dio un golpe contra un banco y tres puntos en urgencias. Me asusté porque me avisaron tarde… Ya pasó. Se empeña en inventarse juegos nuevos con estilo propio. 

¡Es tremenda! 

Bueno, no la conoces… 

No, pero seguro que ha sabido aprender la parte positiva. Te llamaba porque me gustaría que me contaras con detenimiento tu oficio, la casa y demás. 

 Pues… Estoy en el baño cercano a la central y, en breve, tengo que contar lo desastre que ha sido encargarme de hacer cuestionarios a los mayores sobre calidad de vida. 

 —¿Por? 

 Te llamo esta noche, si no estás muy liado. 

 —Lo que te gusta esa palabra…Puedes hacerlo cuando quieras, Amalia. Un beso. 

 Muy bien. Hasta luego, Víctor. 

    Saúl se dio cuenta del nerviosismo de Amalia cuando guardó el teléfono. Caminó por el pasillo e hizo una parada en el espejo sin necesidad, puesto que ya habría tenido bastante deleite. La observaba e imaginó que escondía algo preocupante. 

Amalia, pasa por aquí. 

Bien. Gracias. 

¿Qué tal fue la experiencia con la dirección que escogiste? 

—Mala elección, Saúl. La verdad es que no he sabido desenvolverme en esta historia. 

 ¿Qué pasó? 

La señora no accedió a contestar el formulario de calidad, se indignó porque la consideré mayor. Acto seguido, se le ocurrió la maravillosa idea de narrarme su vida de novela rosa. Fui incapaz de cortarle la conversación. Esa señora respiraba soledad y reclamaba atenciones sin decirlo; lo percibí por sus gestos, su avanzado Parkinson que escondía y en el hecho de haberse anclado en el puerto de los cuarenta años. Estoy hablando como una folclórica, pero es así… 

 —A ver, no hay que desanimarse, mujer. Es verdad que tuviste que imponerte un poco más y no hacerle ver que ibas a su casa a tomar un té, sino a cumplir con tu trabajo. Si ella no quiso admitir la encuesta, debiste entenderla y marcharte. Sé que percibir determinadas situaciones en estas personas es duro: soledad, dejadez, complejos, egoísmo, mal carácter, perseverancia… Mañana podrás hacerlo mejor. Es verdad que en Y griega ofrecemos compañía, pero cuando la piden. Tú piensa en estas preguntas, son recursos de mejora. 

 Así es, sí. Espero no fallar mañana. Me voy Saúl y siento no haber estado a la altura. 

 Con tacones, siempre. 

      Aquella noche, Rita cenó empanadillas de atún a las que hacía nadar en más tomate del que ya tenía el relleno. Durante un buen rato, su madre había desaparecido para hablar por teléfono y, al volver, la niña la sometió a un entrenamiento de preguntas y respuestas. No venía nada mal recordar los errores de entrevistador en la casa de Violeta y la pequeña no se lo puso fácil; se empeñaba en averiguar datos sobre su madre de los que la mujer no quería hablar. Estaba pasando lo mismo que con la señora, e incluso a Amalia le temblaba la mano, aun sabiendo que sería pasajero el movimiento involuntario. 

¿Con quién hablabas, mami? 

Víctor. 

¡Ah! ¿Cuándo me lo vas a presentar? 

De momento, no tengo intención de hacerlo. 

 ¿Por qué? 

 —Rita, el mundo sin prisas ayuda a conocerse a uno mismo y a los demás. 

 No te entiendo. ¿Y dónde trabaja? ¡No os habéis encontrado por la ciudad! ¡Vaya cosas! 

Cuando seas más mayor lo entenderás. No, no nos hemos encontrado. Es enfermero, me imagino que estará en un hospital o en un centro de salud. 

 ¿Sabes? No me gusta eso de cuando seas mayor lo entenderás… Si he preguntado algo, aunque tenga siete años, deberías explicármelo sin excusas. Aplazar la verdad, la información… ¡Qué tontería, madre! 

¡No seas descarada! ¡Un respeto, hija! Yo te contaré lo que crea que te puede beneficiar, no quiero que recibas ningún daño y te protejo para que así sea. 

¿Y por qué Víctor me iba a hacer daño? ¡Es buena gente! 

¡Qué sabrás tú! 

 Me fijo en que está pendiente, mamá. 

 Ahora. Antes, no fue así… 

 ¿Y no puede haber tenido problemas? 

Rita hablas como una resabida. Si te molesta, lo lamento. Son cosas de mayores. 

        La niña se puso a hacer círculos de restos de tomate en el plato, ayudada por un trocito de pan. Se había sentido mal al ocultarle que ha conocido a Víctor; percibió que su madre se guardaba una historia con toda la miga que le faltaba a este pan, imaginaba conjeturas que iba descartando cuando paraba de patinar sus dedos en el tomate. Amalia le daba vueltas a un vaso y al afán repentino de su hija por desenmascarar al caballero, no entendió que Rita tuviera este interés hacia Víctor y llegó a pasarle por la cabeza la estupidez de que, por casualidad, la hija hubiera topado con la voz bonita en versión real. Se colocó bien el bóxer a cuadros que usaba para dormir, nunca dejaría de pensar que su poder de seducción provenía de algunas peculiaridades que contaba sobre su vida. Una de ellas, siempre será que le encanta estar en casa en calzoncillos holgados con una camiseta básica, y que alguna vez se ha reído cuando a ese look le acompaña una cerveza bien fría en botellín. Para todo lo demás, Amalia se mostraba sensible, delicada y salía de casa a diario con la idea equivocada de que la bondad es tan común en las personas como pestañear cada día. Rita puso la vajilla en el fregadero e hizo tiempo jugando a ser mayor, hasta que los ojos de niña pidieron reposo entre sueños que al día siguiente, por norma general, olvidaba. Amalia se arropó los hombros con una manta y atravesó el pequeño pasillo de piedras del jardín. Sopló. Miró al suelo. Volvió a soplar. Por la noche, el silencio permanece si tú quieres, se decía. Dejó de soplar.

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