Empezar



        Comenzaron su viaje temprano, cuando todavía no había amanecido. El billete del tren incluía un desayuno caliente sin la opción al croissant a la plancha que conmovía a la niña, pues convertía la media luna marrón en una masa pringosa a base de untar mermelada, mantequilla y miel. Mientras Rita sujetaba la taza de chocolate con sus manos, el hilo musical se veía interrumpido por el ruido que hacían los raíles. El chocolate estaba caliente pero no era capaz de soplar. En sus siete años de vida, Rita nunca ha logrado darle salida a ningún soplido ni a nada que se le parezca. Le habían contado muchas veces que consiste en juntar los labios y expulsar aire suave. En otras ocasiones, la aturdían diciendo que era la única niña que no sabía soplar, como algo extraño, pues todo el mundo sabe hacerlo. Ella no dejaba de intentarlo, repleta de afán de superación, por si alguna vez aprendía.

Mamá, ¿y cómo es nuestra nueva ciudad?

Pues no lo sé, cariño. Nunca he estado allí. Piensa que, si es nueva para las dos, será muy emocionante porque la vamos a descubrir juntas. Sé que tiene unas montañas que tapan parte del cielo y que está rodeada de pinos, por lo que en Navidad podría parecerse a las escenas de una película con mucho encanto. ¿No crees?, ―decía Amalia desconcertada.

Sí, tú no te preocupes. Mami, allí voy a saber soplar. Quema bastante este chocolate y hay que esperar, como me dices siempre. ¿Puedo ir a jugar por el pasillo con mi bolsa? Te prometo que no molesto a nadie.

Puedes ir, con una condición: no grites ni te subas a los asientos libres con los zapatos y no interrumpas al señor que está vigilando el tren, ―comentó Amalia cogiendo un libro que había empezado hacía varios meses y del que ya no se acordaba.

         Rita comenzó a pasear por el pasillo del tren buscando su sitio. El vigilante la miraba con atención y, aun estando prohibido, dejó que la niña se distrajera por allí. Volcaba su bolsa con poca delicadeza para esparcir los juguetes y, finalmente, urdir un plan de colocación. Para tal cometido, tenía que cerciorarse de si estaban todos o faltaba alguno: un coche que le había regalado Rafa, una muñeca con accesorios de jardinería, un cuento para colorear, lápices, una lata llena de cromos y flores de tela. El sentido a tantas cosas distintas ya se encargaba de dárselo. A gatas, llevó el coche un poco más lejos del resto de las cosas y volvió con cuidado a su sitio. Puso el cuento para que le sirviera de base y la lata de cromos en el medio. Las flores de tela detrás de la caja y, sentada muy cerca de la caja, situó a la muñeca mirando hacia las flores que eran de color rojo. Los lápices le sirvieron para trazar un camino hasta llegar al coche más alejado.

El vigilante sonreía. La niña le cogió de la chaqueta mirando hacia arriba y dijo:

Señor, es que estoy jugando. Así será mi nueva casa. Vamos a una ciudad con una sierra que en Navidad va a ser como en las pelis que he visto con Rosa. Y encima voy a aprender a soplar allí, se lo he dicho a mi madre.

¿Cuántos años tienes, pequeña?, ―le dijo.

Tengo ya siete años y me gusta mucho jugar a cosas distintas. ¿Sabe que el otro día Rosa, Rafa y yo inventamos un juego diferente al escondite? Rosa llevaba los ojos tapados. Pero si tardaba mucho en encontrarnos, yo le dije que no se preocupara porque no nos íbamos a ir de su lado. Ahora no tengo esos amigos. Mi mamá me ha dicho que vendrán a verme, aunque ya soy mayor y sé que no será así.

Habla usted mucho, señorita. Es muy graciosa. Pues seguro que conoce otros amigos en su nueva ciudad con los que jugar de forma tan original, ya verá. Siéntese en el suelo del pasillo o con su madre, porque puede molestar a los viajeros.

       La niña empezó a recoger sus cosas de golpe con aire enfadado. Ese señor no había querido seguir una conversación con ella. Así pues, con la bolsa abrazada, se volvió a sentar junto a su madre que la miraba riendo. No preguntó ni una sola vez a Amalia el socorrido ¿cuánto queda? o su otra versión ¿falta mucho? Daba la impresión de que era una niña más mayor por determinados comportamientos que teníacomo por el hecho de no haberse llevado un sofocón delante de sus amigos cuando su madre comunicó la noticia o por no mostrar impaciencia en el vagón.

        El tren paró con un pitido chirriante antes de abrir sus puertas. De nuevo, el vigilante miró a Rita y volvió a decirle que era muy graciosa.  Este hombre sieso seguro que podría haberse expresado mejor, aunque por desgracia hay veces que topamos con gente que esa capacidad la tiene mermada por no ejercerla. Amalia contestó por su hija con una media sonrisa, que dejaba notar el nerviosismo inevitable contra el que llevaba luchando durante todo el viaje. Su vida ha cambiado, como cambió en el pasillo de los grandes almacenes cuando Rita vino a su mundo y no al mundo. Ahora lo único que podía hacer al respecto era agarrar fuerte las maletas de destino y soplar por las dos. 

       Un taxi les acercó a la casa que un amigo de Amalia había buscado para ellas. Subían y bajaban veredas empinadas, acompañándolas la sierra en todo momento. La niña no dejó de observar las cuestas que impedían ver el final de las calles. Pensaba que si nevaba en invierno, iba a poder deslizarse con un pequeño trineo que su madre le ayudaría a hacer. Una ciudad con tantas pendientes, tan difíciles de subir y tan fáciles de bajar, se convertiría en un lugar de recreo alucinante. No sabía si había muchos parques, con calles así tenía bastante para divertirse. Como en un atasco en hora punta,  Rita amontonaba ideas ruidosas llenas de deseos para la nueva ciudad hasta que su madre le hizo volver a esta tierra porque tenía que bajarse del taxi. Amalia empezó a ponerse nerviosa en la puerta de la vivienda y no encontraba las llaves. Rita seguía pensando en la obsesión de deslizarse por las calles, viéndolas como los toboganes más grandes que nunca imaginó que iba a encontrar.

       Por fin, la madre abrió la puerta para darles la bienvenida un pequeño jardín. La niña echó a correr gritando cosas con sentido y sin sentido. Amalia tenía el semblante serio, aunque veía que su hija estaba bien y no parecía importarle la trascendencia de los acontecimientos. Era una niña e igual no se estaba dando cuenta de que un cambio así iba a determinar toda su vida. De todos modos, la madre ahora tenía una casa mejor, una vida mejor y, por lo poco que había visto, una ciudad mejor para acogerla.

Mami, que tenemos dos plantas y un techo con una ventana. El techo es más alto a la izquierda, pero luego va bajando,―expresaba la niña a voces corriendo sin parar y recorriendo toda la casa en un minuto.

Se llama ático, cielo. ¿Sabes, Rita? Cuando era jovencita siempre soñé con tener un ático porque dan más luz y más alegría a una vivienda. No puede ser mejor, ¿verdad? Además, si quieres el ático lo dejamos para que juegues con tus amigos a esos juegos raros que os inventáis,―respondía la madre riéndose con la pequeña a la que le tocaba la barriga en señal de complicidad.

Estoy muy contenta, ―reía Rita.



        Serían las tres y media de la tarde. Precisamente, el estómago de la madre y de la hija lloraba sin cesar desde aquel chocolate caliente que, al final, Rita casi ni se bebió. Era imprescindible buscar comida en la ciudad desconocida.

    Subir y bajar cuestas. Bajar y subir cuestas. Amalia, pensándolo mejor, mientras bajaban a toda velocidad, decidió que urgía más buscar un restaurante y después comprar comida. Terminaron de comer en una hamburguesería donde la niña disfrutó mezclando el tomate con la mostaza y la mahonesa con el frito que sobraba de los aros de cebolla. Cosas de niños.

         Volvieron a casa asfixiadas de subir y subir por las calles empedradas que huelen a pino. Rita llevaba una bolsa de tomates y una barra de pan, su madre cargaba con el resto. Se sentaron en la cocina dejando las bolsas en el jardín para descansar un poco. En ese momento, sonó el teléfono de Amalia.

¿Sí, dígame?, ―contestó la mujer con cierto tono insinuante.

       Aunque los teléfonos móviles tuvieran identificación, es decir, que guardas un número de teléfono con su nombre correspondiente, Amalia seguía usando el formulismo de los teléfonos de entonces en los que nunca se podía saber quién llamaba hasta que lo identificabas por su voz. Era una manía o un acto casi involuntario que no era capaz de corregir. Sabía que estaba llamando él, su amigo que le había ayudado a encontrar un nuevo hogar y el que le había avisado del trabajo, pero contestaba como si no supiera. Era una torpeza, producto de la timidez que poca gente se creía que tenía.

¿Hola?, ―preguntaba con ternura una voz muy varonil y algo cascada por el tabaco.

― Hola, ¿cómo estás? Hemos llegado bien, por supuesto que acertaste y Rita está encantada con la casa. Es un espacio distinto y, sin embargo, me resulta cercano o como si hubiera estado aquí bastantes veces. Ya veo que la vida se mueve siempre bajo los mismos recuerdos circulares, aunque cambie mucho. Muchas gracias..

No me tienes que dar las gracias. Desde que te conocí te dije que por una extraña razón, y a pesar de lo que pasase entre nosotros, iba a tener la necesidad de estar a tu lado. Me alegro mucho de que estéis bien, Amalia. Seguro que mañana será un buen día para ti, los días diferentes siempre son buenos, ―hablaba con total rotundidad el supuesto amigo si se podía llamar así.

Gracias,―decía con voz temblona aquella mujer que parecía desbordada―, siento no poder agradecértelo en persona y espero que, aunque haya pasado mucho tiempo sin vernos y sepas las dificultades por mi parte para que tengamos relación, me gustaría invitarte a cenar aquí cuando me vea preparada.

Muy bien, me hará ilusión verte. Si tienes alguna duda sabes mi dirección, espero cruzarme contigo por la ciudad antes de esa cena y que me reconozcas. Un beso fuerte.

Otro para ti.

       El único pasillo que tiene la casa está en el jardín, flanqueado por abundante césped y amenazado por el frescor de una piscina que en estas fechas estaba tapada. El resto de la vivienda es un espacio cuadrado con tres habitaciones, acompañado de dos fases de escaleras y el ático que las ha enamorado.

     Al día siguiente, la niña no podría llevar uniforme al colegio porque no les había dado tiempo para atender a tantas obligaciones a la vez. Amalia intentaría acompañarla un poco más temprano y justificarlo ante el director del centro o con quien fuese. Decidieron dormir juntas, no cada una en una habitación, porque era la primera noche nueva. Todo sería distinto al amanecer.



     ¡Qué manera de correr toda la calle hacia abajo para no llegar tarde! Las sábanas no se quedan pegadas al cuerpo ni pueden ser las causantes de que uno no se despierte a tiempo para desempeñar con buen pie un nuevo día. El problema es que si el cansancio humano se suma a las ganas de dormir, pues, a veces, nos despertamos de manera precipitada porque el reloj no tiene la hora que esperábamos y es más tarde. Nos empeñamos en echarle la culpa a los objetos, a las circunstancias, a otras personas, a la climatología… El error suele ser nuestro. Podríamos analizarlo, rectificarlo y volveríamos a empezar. Pero no, preferimos complicarlo con factores ajenos.

      Rita y Amalia entraron en una plaza y, de repente, se pararon sin darse cuenta de la prisa que habían tenido hasta ese instante. El colegio es un edificio inmenso y sobrio con pequeñas ventanas de madera teñidas de color verde carruaje. La piedra es majestuosa, además de la pizarra del tejado brillante por los restos de aguanieve que chocan con la luz de primera hora de la mañana. La plaza resulta pequeña con un edificio así dentro de ella. Inmenso, sublime. Corta la respiración.

Mamá, ¿cuántos niños hay aquí? Demasiados, ¿no?

¿No te gustaría tener muchos amigos, Rita?―contestaba la madre riéndose.

       Entraron despacio, mientras miraban la piedra cortesana que pisaban. Una señora de moño bajo les atendió, al verles cara de despiste, y les ayudó a llegar hasta el despacho de dirección. El director fue muy amable, comprendiendo las prisas, los despistes o el descontrol de un primer día. Amalia cerró la puerta del despacho dejando a su hija y recorrió un frío pasillo regio donde seguro que las anchas paredes ofrecían la posibilidad de hacer eco. Pero Amalia ya no era una niña que iba al colegio y corría por los pasillos. Ahora y aquí le tocaba el turno a Rita.

       Clase siete, decía el cartel de madera al lado del interruptor de la luz o de la puerta de entrada y de salida. Un ruido antiguo intimidó mucho más a la única sin uniforme. Todos los niños la invitaban a pasar dándole la bienvenida. La profesora es joven, con aspecto de entenderse bien con los pequeños monstruitos. El director se marchó acariciando bruscamente la cabeza de Rita, mientras le deseaba lo mejor entre lápices, libros y amistades. ¿Todo parecía perfecto? Sí, puede decirse que sí. 

Rita, siéntate en la silla número uno y nos podrías explicar un poco de dónde vienes y si te gusta la ciudad,―explicaba la maestra con amabilidad y cercanía.

Pues… A mi madre le han ofrecido un trabajo nuevo que no sé muy bien cómo es. Ayer nos vinimos y… Pues… No he conocido mucho de la ciudad. Me ha parecido que tiene muchas cuestas divertidas. ¡El colegio es demasiado grande! Demasiado…―se sonreía tímidamente mirando al suelo cuando creía que había acabado de hablar.

Muy bien, Rita. Veo que te da un poco de vergüenza y es muy normal. Yo me llamo Valle, un nombre más o menos apropiado ante tantas montañas, seré tu tutora este curso. Estás en una clase con niños muy buenos, aunque algunos no dejar de ser gamberros, en donde te sentirás muy bien. Ya verás… El edificio de la escuela era el antiguo palacio de un rey que residía aquí largas temporadas cuando descansaba de las guerras y de las decisiones importantes.

     Rita atendía tocándose el pelo. Dicen que éste es un gesto que delata el nerviosismo de una persona ante lo desconocido. La niña estaba feliz con toda la novedad, lo veía como un regalo. Aunque no hay que olvidar que por muy bien que se encajen los cambios y gusten desde el principio, no dejan de ser cambios: implican dejar algo para empezar lo que sea. ¿Estas situaciones  en la vida provocan dificultades para definir la personalidad de cualquiera? ¿Qué tipo de cambios se verán reflejados en la conducta de Rita? Cambio, elección, adaptación, imposición, manera de vivir… ¿qué palabra habría que utilizar?

       De momento, no iba a dejar de ver esta historia dentro de su historia como un juego. Le salían sonrisas gratuitas para todos sus compañeros que se sentaban detrás o a ambos lados de ella. Suspiraba fuerte, sin poder soplar. Mientras leía un crío de pelo rizado atropellándose entre un párrafo y el otro, Rita fichaba a sus compañeros sin piedad. Pensaba en cuáles entrarían en su círculo.

     El círculo cerrado es la figura geométrica más perfecta, no tiene un principio ni tampoco encontramos un fin. Podemos elegir cualquier trazo de la línea como el inicio y, del mismo modo, este trazo puede ser el final. Abierto es otra cosa. Una línea que se ondula, sin más. Por eso, Amalia le había dicho tantas veces a Rita que nunca se debe cerrar nada que no sea material. Se refiere al trato con las personas que pasen por su vida. No iba a dejar de tener contacto con Rosa y Rafa, sería un contacto diferente hasta que las circunstancias volvieran a facilitarles el esfuerzo por abrir los brazos de nuevo para seguir conociéndose. ¡Bonita aventura es la de conocer a alguien cada día! Para darnos cuenta de que nunca llegaríamos a conocer a nadie como querríamos y siempre acaba sorprendiéndonos. Así que, metemos a las personas en un círculo del que nos hacemos propietario para descubrir que todos los días cabe la posibilidad de que ese círculo se abra más y más. Si se abre más es porque tiene mucho que incluir de cada persona que queremos conocer.

      Rita ya no atiende a la lectura, ni a la profesora. Idea su nueva vida mirando al infinito de su círculo. No oye nada.

¿Puedes responder?―dice la profesora dándose cuenta de su ensimismamiento.

Perdone, no me he enterado de nada. Es mi primer día, señorita Valle.

Está bien, pero Rita mañana tendrás que leer y explicar el texto que ha leído Rubén―con autoridad se impone Valle.

         Sonó de nuevo el ruido antiguo. Todos los niños corrieron para jugar en los pasillos del edificio enorme.


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